Por allá del año del Señor de 1756, la azucarera estaba definitivamente enamorada de la vela.
Una noche histórica (e histérica) no aguantó más y enfrente de todos los comensales allí congregados, la empezó a besar apasionadamente sin importarle lo que opinaran los demás. Saltaron chispas, granos, así como otras materias pegajosas indescriptibles para oídos castos (muy probablemente derivadas de la cera y la glucosa derretidas, no ser mal pensados).
El reconocido chef Gregorv Crög, espantado de que en su restaurante sucediera un acto de tan baja ralea (el amor no es poluto pero recordemos que la entrega física no está bien vista en todos los países arcaicos), corrió, tomó al par de amorosos pornográficos, y se los llevó a regañadientes hacia la cocina.
En el camino, la vela quemó su mano y el azúcar lo hizo sentir pegostiosamente incómodo por lo que los dejó caer antes de ponerlos adecuadamente sobre una charola de plata grado 33. Los dos querendones aterrizaron de lleno en el postre de vainilla, dejando una cuestionable empero delicada capa café oscura, prueba contundente de su delicioso amor consumado. Y desde entonces es que disfrutamos del azúcar caramelizada en una gran cantidad de nuestros postres más refinados. Voluptuoso el descubrimiento, ¿verdad?
¡Slurp! 😉
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