El viejo mira con desgano el pasar de la gente. Baja la mirada lentamente y quiere llorar. Aprieta los puños con fuerza. Entonces pasa una chamaca y vuelve a tomar la compostura, truena la boca como haciendo pucheros e internamente se relame los bigotes soñando con la delicada presa que nunca volverá.
Entonces piensa: “¡Me lleva la chingada, ya estoy en plena crisis de la vejez!”. Suspira. Y es que resulta terrible sentirse sin valor, desplazado por las generaciones jóvenes y encima de todo, ver en la intimidad de tu cuarto cómo te pudres cada día que pasa: más pelos por donde quiera, más canas, más arrugas, más olores agrios.
De pronto, el viejo esboza una mueca que recuerda a una sonrisa mientras reflexiona: “¿Sabes qué es lo único que me hace soportar esta agonía, cabrón?”. Y se contesta en chinga: “Ver a todos esos pinches jóvenes llenos de energía que creen que no envejecerán nunca, y saber con toda certeza que un día en el futuro, se verán, vivirán y se sentirán tan de la mierda como yo”.
Entonces el viejo atruena todo el parque con una carcajada en la que enseña todas sus encías desdentadas.