La primera vez fue cuando la perdí de vista en medio de la multitud. Apenas la divisé escasos segundos: se veía radiante entre ese mar de rostros descoloridos.
La segunda vez fue cuando tuve la suerte de encontrarla en la misma estación del tren: cruzamos algunas palabras, pero sobre todo, números telefónicos. Los nervios no me ayudaron y mi sudor hizo que perdiera su contacto nuevamente.
La tercera fue el acabose: perdí la voz por completo al encontrarla nuevamente en un café de la ciudad. Por suerte, ella tomó la iniciativa y ahora platicamos acerca de nuestras vidas. Con timidez tomo su meñique entre mis dedos. Ella no lo sabe pero no volveré a perderla nunca más.